Recuerdo cuando era niña ese rumor extraño de las calles de mi pueblo… yo
me escapaba despacito, cuando las siestas
agigantaban los silencios y descalza jugaba con barquitos que por las
zanjas se alejaban hacia el horizontes con las chicharras los días de lluvia de
verano.
Era una fiesta para mí sentir esos largos silencios de las siestas… No
cumplir con esa religiosa ceremonia casera era, sin embargo, como burlar una
consigna compartida que se imponía porque sí, porque era lindo respetarla con
esa magia que envolvía la distancia histórica de la casa.
Por la calle Alvear, la de mi casa, cuando ya todos abandonaban esos
adormecidos silencios de la siestas, cruzaban temblorosas las volantas…,
también algunos autos y el carro del lechero que muchas veces completaba a esa
hora los repartos… A mí, entonces, me gustaba ver pasar en la volanta a don
Demetrio, serio, HOMBRE-FILÓSOFO, que traía sus cosas para el pueblo. Siempre
tenía una historia una historia guardada en el bolsillo de su planchada camisa
verde-gris y sus ojos celestes multiplicaban ilusiones que tal vez nunca pudo
alcanzar ni compartir. Don Demetrio, a lo lejos, en el tiempo, creo que era
para mí como ABUELO que no tuve porque
llegué muy tarde en nacimiento, hasta la cuna torneada, de madera olorosa, que
siempre estuvo en casa acunando a los hijos y los nietos.
Después…, después pasaba el panadero, el de los dulces; bizcochos, medias
lunas, rosquillas… para la hora de la leche que en casa era las cinco de la
tarde.
La calle de mi casa era de tierra y cuando en verano por largos meses no
llovía, cada vez que pasaba un auto una espesa cortina de polvo desdibujaba las
siluetas; había que cerrar todas las puertas y ventanas y, aún así, el polvo
invadía la casa… Era el regador, entonces, el personaje principal de las calles
del pueblo. ¡Cuántos chicos salían corriendo para arrimarse al abanico de gotas
frescas que llegaban hasta la vereda!
Por las tardecitas todos salían a sentarse a la puerta de sus casas,
nosotros en la ancha vereda del portón verde siempre más fresco porque traía
del largo pasillo con plantas y perfumes, el vientito del sur que yo estaba
segura, no paraba nuca.
Las noches, bueno las noches del verano por mi calle de tierra, eran una
fiesta, nos juntábamos los chicos del barrio en la esquina de “los Bonino” para
jugar a ¡TODO!, a las carreras, la mancha y a cazar las chicharras distraídas
bajo el enorme farol del alumbrado. Nos quedábamos afuera hasta escuchar el
último silbato del agente de turno en su “ronda de anuncios o silencios” desde
la otra esquina de mi casa, una cuadra antes de la PASARELA.
La calle de mi casa era una calle abierta a la Virgen y mágica ilusión de
los chicos y los grandes.
María del Carmen
Villaverde de Nessier
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